El miedo es un ingrediente consustancial a la política peruana en tiempo de elecciones. Lo podemos advertir en la volatilidad del electorado, en las reacciones que provoca el ascenso de un candidato o en la reacción nerviosa de los. Reales o ficticios, los fantasmas se agitan cuando percibimos que nuestras seguridades están en riesgo. Pero los miedos no siempre son compartidos, o mejor dicho, no todos tenemos los mismos miedos.
Hay una relación entre la conciencia del peligro que puede sentir un individuo, grupo o sociedad y los niveles de conocimiento y dominio que ellos tengan sobre la realidad misma. Atribuir la caída de la bolsa a la subida de un candidato en las encuestas, por ejemplo, es un recurso que presupone que entendemos, y aceptamos, que la tranquilidad de los que juegan a la timba en la bolsa de valores es importante para nuestro bienestar o seguridad. Pero en el Perú de nuestros días parece poco probable que el 77% de la PEA que está en el sector servicios y comercio ganando el salario mínimo, o el 70% de los peruanos que piden que el modelo económico cambie, se sienta afectado por esos miedos.
Infundir temor en el electorado es una forma de ningunearlo, porque con el miedo lo que se pretende es evitar discusiones, no confrontar ideas. Se les pide a los votantes resignación y paciencia, que renuncie a sus propias capacidades y condición de ciudadanos, que acepte en definitiva la inevitabilidad de las cosas porque, como dijo Luis XV (otro señor con un ego colosal), “después de mi, el diluvio”.
El miedo ha sido y es el recurso de todos los autoritarismos de diestra y siniestra. Durante la República Aristocrática los partidos oligárquicos en el poder aceptaron las reglas del juego electoral, pero antes que una competencia real aquello era una alternancia pactada. La conquista del poder tenía como resultado la exclusión del bando contrario y si bien formalmente había elecciones, el triunfo correspondía al veredicto de las urnas y este se alcanzaba con bandas armadas que capturaban las mesas de votación. Durante ese período se realizaron las elecciones más violentas de la historia nacional. El temor de la oligarquía a las clases populares se tradujo en exclusión y control. Por un lado negando derechos ciudadanos, por otro tolerando la participación política de las sociedades mutuales, que articulaban los intereses de las élites con los subalternos formando la base social de los partidos oligárquicos y permitiendo que accedan representantes “obreros” a los que se incorporaba en las listas de diputados y a la concejalías municipales.
Cuando en la década de los 20 y 30 las clases populares alcanzaron un grado de organización e independencia a través del desarrollo del movimiento obrero y la creación de los partidos de masas, el miedo crece. La reacción siguió siendo la exclusión y se tradujo en la ilegalidad del APRA y el PC. El miedo de la oligarquía al APRA se explicaba en su enorme poder de convocatoria y en ser la abanderada de la reforma social. Para conjurar sus miedos la oligarquía en alianza con los militares vetaron su ingreso a la política, recurriendo las veces que fueron necesarias al golpe de estado para evitar su acceso al poder. Ni la moderación de su discurso auroral ni la “convivencia” fueron razón suficiente para levantar el veto.
El fin del período oligárquico trajo la ampliación de los derechos políticos, sin embargo, los gobiernos populistas que le sucedieron fueron portavoces de un discurso que si en el enunciado era inclusivo en la realidad tampoco invitaba al diálogo y la discusión. Al final del primer gobierno de García nuevamente el miedo gana la elección. Un hasta entonces desconocido Fujimori prometía “honradez, tecnología y trabajo” y vestido de mal menor sirvió como conjura del miedo al cambio, representado en la candidatura de Vargas Llosa.
El triunfo de Fujimori acabó con dos décadas de populismo militar y civil que habían postrado al país y dimos el viraje al neoliberalismo rampante y simplón de nuestros días. El gobierno de Fujimori se convirtió en la representación más acabada del discurso y la tradición autoritaria. Preparó el terreno para esta democracia sin partidos y nos impuso la dictadura del tecnócrata que no rinde cuentas y mucho menos pretende educar al ciudadano. Con su saber específico y pretendidamente desideologizado, el tecnócrata da recetas y no admite ser interpelado. El autoritarismo no se caracteriza ahora por la exclusión sino por negarse a la discusión.
A pocos días de la elección se vuelven a agitar fantasmas y lamentablemente, los promotores del cambio también evitan las explicaciones sobre el que hacer, generando incertidumbre y contribuyendo a que el miedo decida otra elección. El debate público de cara a los próximos cinco años se vuelve un torneo de epítetos y acusaciones, donde las alternativas terminan siendo blanco o negro, avanzar o retroceder. Sólo nos queda tener fe.
Publicado en NoticiasSER.pe – 07/04/2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario